El Octavo día de Dios

Dios, en el octavo día, portó su armadura de luz junto a sus tropas celestiales, observó fijamente al horizonte recordando el momento cuando rompió el silencio profundo para llamar a la luz; sabía que ese acto amoroso en su creación atraería invitados indeseados.

 

El rugir de la trompeta interrumpió esos pensamientos, el portador de la advertencia fue destruido en una nube roja de sangre, su grito se mezcló con el último aliento al instrumento; la batalla comenzó. El ambiente se tornó en un desagradable aroma a muerte; las nubes se abrieron, se mostró un enorme huevo de carne, palpitando por todas partes, envuelto en un líquido viscoso, cada gota que tocó el suelo se convirtió una especie de capullo de donde salieron seres como insectos sin forma aparente, retorciéndose, zumbando, parecería que el hecho de existir les produjera un dolor; algunos ángeles, nerviosos, asqueados, Dios les habló a través de sus corazones, pero también Él tenía miedo.

 

Aquello que bajó de los cielos en forma de huevo, se escurrió por la tierra recién la tocó; varios ojos se abrieron como buscando, el ojo principal, el más grande, divisó a Dios y de un fuerte saltó rasgó la roca, rompiendo la tierra en grietas profundas, llegando hasta su adversario en un fuerte golpe donde le extrajo el ojo izquierdo a Dios con una de esas extrañas extremidades que parecían garras con bocas; los ángeles intentaron defender a su Creador, pero aquello los fue tomando con apéndices malolientes penetrando sus armaduras, sus pechos, llegando a su corazones para pervertirlos y transformarlos en sirvientes corrompidos por la carne y sangre de aquello desconocido; sin voluntad propia, combatieron en un frenesí asqueroso de muerte contra sus pares. Nunca tuvieron oportunidad alguna, Dios intentó, torpemente, defenderse, cada movimiento era para arrancarle un fragmento de su armadura; por encima de su atacante observó como sus ángeles eran devorados, algunos, les abrieron el pecho para vomitarles la voluntad del invasor y perder su existencia divina. Dios lo supo, nunca tuvieron oportunidad. Con todo su poder intentó hacer daño a aquello, no funcionó…


Ese ojo amarillo, incendiado, lubricó dejando caer sobre el cuerpo de Dios un hilo palpitante; eso que parecía una boca abrumada con colmillos y lenguas esbozó una sonrisa hambrienta; Dios reconoció su entorno, resistió el dolor de su cuerpo lacerado por aquellos apéndices recorriéndole la carne, derramando su sangre por la, ahora, tierra impía en un acto perverso más allá de la locura, esas cosas lo sometieron rompiendo sus huesos, arrancando fragmentos de su cuerpo y estos fueron lanzados a los aires donde eso seres como moscas se abalanzaron, robándose entre sí los pedazos de Dios para vomitarles y absorberlos, luchando entre ellos por la comida. El silencio se asqueó escuchando la escena, aquello que llegó de la profunda pesadilla de la imaginación corrompida por el estado más puro de la demencia, aquello que estuvo esperando el momento, eso, aquello estaba encima de Dios destruyendo su cuerpo celestial, rasgándolo sobre el lecho de restos ensangrentados de sus tropas; el olor que se desprendió de su cuerpo divino fue un suave aroma de frutas maduras, sangre y rosas; pedazos de sus ángeles siguieron cayendo alrededor de Él.

 

Aquello, hundió, lo que parecían dedos, en el pecho de Dios, babeando, derramando de su cuerpo invasor algunos líquidos pesados, densos, fue penetrando el cuerpo de Dios, como disfrutando el momento, esa voz sagrada, imponente, la que rompió el silencio profundo, esa voz, arrastrándose, ahogándose lentamente, mientras aquello extirpó el corazón de Dios, se lo mostró para morderlo sin quitarle la vista a su presa, lo escupió de inmediato, mientras una de sus lenguas lamió el rostro el Dios ante su último suspiro, robando sus lágrimas del ojo que le quedaba. Fue de ese mismo ojo de Dios lo que llamó la curiosidad de aquello, lo empaló en un trozo de hueso extraído de sus costillas y lo dejó observando al oriente, cerca de la costa que tintó sus aguas con la sangre divina y, ahora, corrompida por la derrota de su Reino Sagrado. Aquellos, los que brotaron de la espalda del vencedor dentro de pústulas rojizas y negras, emprendieron el vuelo cegando al cielo, sumergieron al mundo en una oscuridad concentrada, buscando al resto de ángeles, pocos dieron batalla a la cantidad de seres perversos que les arremetieron, destripándolos en el vuelo y tirar sus restos junto a los de Dios, formando una montaña de cadáveres; los otros seres, esas moscas deformes con cierta familiaridad humana, aprovecharon el festín para vomitar, sorber, volver a vomitar y mancillar los restos sagrados con la perversión lujuriosa de su hambre.


Ufano, lentamente, aquello reptó por las tierras recientemente creadas por ese Dios que ahora yace muerto, en un rugido escalofriante llamó a todo eso que brotó de su cuerpo nauseabundo, regresaron en procesión a rodearlo y un líquido espeso brotó capturándolos en una extraña red pegajosa, desintegrándolos lentamente, alimentándose de esas cosas; entre gritos y lamentos, cada una de esas criaturas fue absorbida por su creador. Al paso de un tiempo, era una masa amorfa, palpitante, del tamaño de una montaña; una figura que parecía reptar por los cielos se acercó entre racimos de rayos y explosiones rojas, suavemente se mostró; eso, logró calmar a aquello que destruyó a Dios y comenzó a sollozar aturdido por el temor que esa nueva entidad le impregnaba con su presencia. Eso, de mucho menor tamaño, con un cuerpo serpentino, vibrante, se acercó y con una de sus extremidades infringió un dolor desgarrador en esa montaña de carne y líquidos hasta convertirlo en roca. Se sentó en la cima a observarlo todo, divisó ese jardín tan lleno de vida, la creación más perfecta de ese Dios asesinado; sonrió en lo que parecía una boca, esbozó palabras ajenas a todo sonido y se transformó en una serpiente. Lento, se fue acercando a ese lugar mirando fijamente a esa mujer y a ese hombre.

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#Fragmento

Luis Antonio González Silva (@cuervocaos)

#CrónicasDelPlanetaTrampa








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