Un cuento en otoño
No quiero que nadie crea en el relato que hoy
vengo a contar, pero debo externar este sentir con mis plumas negras,
relatar lo que una tarde de otoño con algo de lluvia sucedió…
Hace ya algunos años que frecuento un
restaurante con la finalidad de beber café en una taza de fondo infinito, estar
en la terraza de la locura (así la llamo), aunque el restaurante le ha dado
el nombre de área de fumadores, como si fuéramos una especie extraña que debe
ser vista a través de cristales y aislada del universo que se encuentra dentro
del restaurante. Ahí, en esa terraza que ha sido fuente de inspiración para
algunos de mis poemas y cuentos, observando a la gente que camina, los ruidos
de una ciudad que busca su calma en las noches; ahí, sentado en ese lugar
fumando un poco, bebiendo de mi café y en algunas ocasiones bien acompañado de
un libro, es donde encuentro la calma de mi día.
En ese lugar he visto varias personas, de
hecho ahí conocí a grandes amigos por el simple hecho de frecuentar el mismo
lugar y pues, nos intercambiamos saludos y ahora somos amigos gracias a esa
terraza para fumar; también he visto parejas romper su relación, concretar
acuerdos o simplemente quieren disfrutar de un momento entre amigos o
familiares. Entre todas las personas que han desfilado, una persona es de la que
vengo a relatar el día de hoy.
Desde hace un año, un hombre con la edad aproximada de sesenta años, bien vestido, presentable con un traje, pañuelo, corbata y mancuernillas. Cada día llegaba a la misma hora y se sentaba en la misma mesa, siempre con una buena combinación de ropa de la cual admiraba. Lo curioso no era la frecuencia a ese lugar, no era sus atuendos o la mesa que lo esperaba siempre a la misma hora sin importar el clima en turno; lo curioso es que cada día llevaba una rosa blanca. Él se sentaba, desdoblaba un pañuelo que hacía juego con la corbata y sobre el mismo ponía la rosa blanca. Pedía un café infinito, un vaso con agua y con hielos; rara vez ordenaba algo de comer, pero eso no importaba porque el hombre tenía siempre un libro que devoraba. Él se sentaba durante tres horas a leer, de vez en cuando cerraba el libro para dejar la mirada al vacío y reflexionar sobre lo leído. Fumaba, tomaba café y bebía de ese vaso con agua y hielo. Todos los días sin excepción el hombre repetía dichas acciones. Leer, beber, fumar, poner la rosa sobre su pañuelo y todo, en esa misma mesa.
Desde hace un año, un hombre con la edad aproximada de sesenta años, bien vestido, presentable con un traje, pañuelo, corbata y mancuernillas. Cada día llegaba a la misma hora y se sentaba en la misma mesa, siempre con una buena combinación de ropa de la cual admiraba. Lo curioso no era la frecuencia a ese lugar, no era sus atuendos o la mesa que lo esperaba siempre a la misma hora sin importar el clima en turno; lo curioso es que cada día llevaba una rosa blanca. Él se sentaba, desdoblaba un pañuelo que hacía juego con la corbata y sobre el mismo ponía la rosa blanca. Pedía un café infinito, un vaso con agua y con hielos; rara vez ordenaba algo de comer, pero eso no importaba porque el hombre tenía siempre un libro que devoraba. Él se sentaba durante tres horas a leer, de vez en cuando cerraba el libro para dejar la mirada al vacío y reflexionar sobre lo leído. Fumaba, tomaba café y bebía de ese vaso con agua y hielo. Todos los días sin excepción el hombre repetía dichas acciones. Leer, beber, fumar, poner la rosa sobre su pañuelo y todo, en esa misma mesa.
Nunca cruzamos palabras, pero sabíamos que
existíamos al compartir espacio en esa terraza. No me era extraño dicho ritual
porque acostumbro a ir lo más frecuente que puedo a leer, fumar, escribir,
beber café con mi agua con hielos. Era normal para mí sus acciones, pero él era
mucho más constante al visitar el lugar.
Un buen día, de hecho fue hoy, llegué temprano a esa terraza para leer un poco y sin darme cuenta me senté en la mesa
de ese hombre, bueno, la mesa que ha adoptado para su ritual. Yo estaba sentado,
encendí mi primer cigarrillo para ver el humo en el ambiente frío de otoño
porque cuando hace mucho frío, el humo se multiplica para danzar en todos lados
y eso me fascina. Pase un rato leyendo y sin darme cuenta ese hombre llegaba a
la terraza, apenas lo mire me di cuenta que estaba en su mesa. Al verlo
ingresar al lugar, me levanté y le señalé que me retiraba a otra mesa para
dejarle su lugar de siempre. El hombre sonrío, y asintió con la cabeza un
gracias; tomé mi libro, mi taza, el servicio y todo lo que usaba para ese
entonces, y me senté muy cerca de donde ese hombre se sentaría para dar paso a
su ritual.
Pasó un tiempo así, cuando de repente el aire
se tornaba más dulce, un aroma cítrico y dulce como una mandarina recién
cortada. Quite el libro de mis ojos para apreciar el aroma y provenía de una
mujer que oscilaba en los cincuenta y sesenta años. Bien vestida, abrigada con
una hermosa chalina; ¡vaya! Una mujer muy guapa y con gran actitud. Lo curioso,
es que esa mujer sacó un libro para comenzar a leer, lo que me hizo pensar que
esa terraza no es de fumadores sino de personas que encontramos un santuario,
un refugio para nuestra lectura. Cerré mi libro para admirar un poco con mi
olfato el aroma que esa bella dama en la terraza ha dejado; cerré mis ojos
porque ese perfume me recordó una época muy hermosa de mí vida, suspiré y sin
quererlo, giré mi rostro; ¡vaya, mi sorpresa!
El hombre que siempre frecuentaba el lugar,
con su ritual, con su rosa blanca, y bien vestido; se levantaba, aclaraba la garganta
y tomaba la rosa blanca en la mano derecha. Con mucha actitud se acercó a la
mesa de esa mujer que leía. Yo no podía creer lo que estaba presenciando,
incluso llegué a pensar que era probable escuchar la canción Nessum Dorma por
el atrevimiento de dicho hombre. Fue aún más grande mi sorpresa al ver que ese
hombre se presentaba con gran caballerosidad, hacía una reverencia y le
entregaba la rosa blanca a la dama. La mujer observo la rosa, sonrió y la tomó para olerla; él pronuncio estas palabras:
-¡Hola! Desde hace muchos días estaba
esperando que llegaras a esta mesa y nos encontráramos.
La dama sonrió otra vez, e invitó al hombre a
sentarse con ella. ¿En verdad? ¿Estoy presenciando lo que creo estoy
presenciando? ¡Bárbaro!
Esas dos personas conversaron un poco más, y
al verlos denotaban una enorme felicidad que no me es posible describir sin que
una lágrima rodé por mi mejilla. La escena era maravillosa, una tenue lluvia de
otoño, fresco y frío viento, la noche se aparecía y las luces del restaurante
no encendían dejando un ambiente bohemio para disfrutarse. El caballero pido la
cuenta, se levantó para mover la silla de la dama y pedir su mano para que ella
se levantara; un verdadero caballero digno de admirarse. Aun así no podía creer el ser testigo de tan increíble escena de encuentro, un comienzo para una
historia de amor.
Cuando estaban por salir de la terraza, el
hombre se acercó a mí para agradecerme el haberle cedido la mesa de siempre, ya
que me explicó rápidamente que ese encuentro era algo que él había soñado desde
hace tiempo. Me agradeció el gesto que tuve con él, y antes de irse me regaló
su encendedor de combustible. Ahora si no podía creer lo que ocurría. El caballero abrió la puerta para que la dama
saliera, y se despidió de mí con un ademán.
Sigo sin creer lo ocurrido, y fue peor cuando
vi con atención el encendedor de combustible.
En uno de sus costados del encendedor negro,
tenía la siguiente inscripción:
“Los cuervos saben esperar”
Sonreí al leerlo, y me sentí extraño pero de
cierta manera muy feliz. Siento que ese caballero me ha dejado la estafeta para
la espera de un sueño, pero lo mejor de todo esto, es que siento que la botella
con mi mensaje dentro está por llegar a quien debe llegar.
Aquí estoy. No tengo miedos ni dudas.
Aquí estoy listo para conocernos y comenzar a
escribir
una historia juntos.
No sé tu nombre, no sabes el mío;
y no sabemos que existimos hasta el momento
en que nos veamos.
Sé esperar, pero sé encontrar.
Comentarios