¿Loco o poeta? #Relato

¿Estás loco o eres poeta?, ella preguntó.

 

Con una leve sonrisa hacia dentro, a suerte de suspiro, en respuesta a su pregunta, aunque él encendió un cigarrillo, esbozó una sonrisa entre humo para cuestionarla: ¿Cuál es el menos peligroso...digo, entre un loco y un poeta?

 

Prefiero al loco, respondió sin siquiera pensarlo, lo dijo a quemarropa y siguió: al menos, con ese loco sé que hará locuras, tonterías, unas serán bobadas que, posiblemente, me harán reír, en cambio, un poeta me robará hasta esos suspiros que no sabía estaban en mí, es posible que abra mi pecho y, en un descuido, robe algo, coloque un dibujo o un par de palabras en su lugar y que no podré olvidar fácilmente; posiblemente, tomará mi nombre, lo destilará junto a la bebida de su preferencia, dirá que ha escrito y escrito, caeré embobada ante sus palabras y mis ropas se irán al viento a su voluntad, las diluirá con una mirada y diré sí; prefiero al loco, al tonto, al desconocido, al que se emociona con un gol o con una figura nueva de aparador; prefiero a alguien normal, al menos, sabré que mi estabilidad emocional estará tranquila, prefiero a ese loco a volverme adicta a su poesía.

 

La escuchó atentamente, terminando su cigarrillo y el silencio fue roto por el sonido de los hielos en el vaso con whisky, ese acomodo tintineante rompió aquel silencio acobijado de las miradas, uno del otro; sus corazones estaban rabiosos, llenos de seguir, morderse, envenenarse en el dulce placer de soles estallando y resucitando dentro de sus gargantas, pero la realidad, como una parca, arañando con su guadaña de tiempo y responsabilidad.

 

Lo entiendo, dijo, mientras apagaba su cigarrillo en el cenicero; con una sonrisa, un tanto sínica, le pregunto: Entonces, ¿qué acaba de pasar aquí?

 

¡No debió pasar!, respondió efusiva: esto no debió pasar...

 

Pero pasó, dijo él. Nuevamente, el silencio, aunque, de una forma extraña, sus silencios nunca han sido incómodos, prolongados, algunos con ruido de fondo de calles, cafeterías, en el cine, en algunos lugares, pero sin decirse palabras, sólo estar ahí, los dos, sumidos en esos silencios que no llegan a ser incómodos; suspiró profundo bajando la mirada y le ayudó a recoger su ropa; gentilmente le fue acercando las prendas; el sostén sobre la lámpara y la acomodó un poco de la pantalla; la blusa, arriba del ropero, con un par de botones un poco flojos por esa desesperación; la falda, muy cerquita de la puerta al entrar, con el cierre apenas abajo; sus bragas, estaban colgando del ventilador de techo, él tuvo que apagarlo para bajarlas, estirando el brazo y sintió la marca de mordidas en el hombro derecho, no hizo caso a ese leve dolor, Trató de no hacer ningún gesto, sólo le acercó sus prendas y se fue al baño, diciéndole que le daría espacio para vestirse. Ella sólo asintió con la cabeza.

 

Tomó sus prendas, escuchó como se abría el grifo, el correr del agua y luego la ducha; ella busco sus bragas en las ropas, intentó levantarse para vestirse, pero sintió que las piernas le seguían temblando, decidió sentarse a vestirse. Al arreglarse la falda, como intentando quitarle las arrugas con las manos al pasarlas por su figura, sintió ese dolor en las caderas, su piel aún estaba un poco enrojecida, suspiró profundo, repitiéndose “prefiero al loco, prefiero al loco, no al poeta”. La ducha seguía sonando, Tomó el vaso con whisky, le dio un trago, revisó por todos lados y uno de sus tacones estaba encajado en la cabecera de la cama, el otro, en el piso, a un ladito de la ventana. Se percató de la cámara polaroid cerquita de la cama, se dio cuenta de las fotografías en el piso, las agarró y las comenzó a guardar en su bolso, menos una. Volvió a suspirar, antes de calzarse fue al escritorio para escribir una nota, se observó al espejo para arreglarse el pelo, las ropas y se tintó los labios de rojo carmesí, para quitar el exceso, besó la única fotografía que no guardó y la dejó en el espejo. Salió de ahí con los tacones en la mano, pensó en ponérselos más adelante, cuando haya bajado las escaleras porque le seguían temblando las piernas. Cerró la puerta, se fue.

 

Dentro del baño, él escuchaba con atención como ella salía, sin meterse a la ducha, cerró las llaves. Siguió de pie, recargado en la pared, dando más tiempo para esa huida.

 

Se preparó un café, en cada goteo de la cafetera, le daba segundos para recoger sus cosas del piso, notó que su camisa estaba rota de los botones y la dejó cerca, la repararía más tarde, se dijo; el hombro derecho le dolía aún. Se sentó a disfrutar su café, al recargarse en la espalda sintió otro dolor, estaba arañada su piel; trató de no recargarse tanto. Como una corazonada, tuvo la necesidad de dirigirse al escritorio, como un ave muerta, observó la nota. Ahí, de pie, con su taza de café en mano, leyó: “Los poetas son peligrosos, adiós”.

 

Sorbió su café, la nota la guardó entre las páginas de un libro viejo de poesía castellana; se sentó frente a su escritorio, con la mano izquierda se masajeó la nuca, se sentía cansado; su mano se manchó de lápiz labial, entendió que debe tener la espalda manchada de rojo carmesí como lo estaba su entrepierna. “Mejor sí tomo esa ducha”, dijo en un suspiro. Con el rabillo del ojo, la fotografía instantánea en el espejo parecía que le hablaba. Al tenerla en las manos, observó ese beso, la imagen debió ser cuando dejaron caer la cámara al piso o la accionaron sin saberlo, pero era parte de las sábanas y el piso, no tenía una forma clara; esa fotografía fue la que ella le dejó con un beso de recuerdo.


Luis Antonio González Silva (@cuervocaos)


Imagen: Autor desconocido.



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