¡SOY TU HIJO! (relato de terror)
Buscó alivio en la iglesia, saltó
por la reja, corrió por los jardines, su respiración se estaba agotando; frente
a las puertas de Nuestra Señora de la Salvación, arrodillado, con sus últimas
fuerzas, tocó la gran puerta de madera mientras gritaba "¡Padre,
ayúdame! ¡Soy tu hijo! ¡Dios, ayúdame!"
El ruido alertó a Don Mauricio,
desde su cuartito como sacristán y velador de la iglesia, salió con mucho
cuidado, envuelto en su gabán y con una lámpara, lo apuntó con la luz,
preguntando quién estaba ahí.
Observó a un hombre arrodillado,
llorando, con los ojos tan abiertos en una mirada de terror y con sus manos
ensangrentadas por tocar la puerta de madera con todas sus fuerzas. Ante dicha
escena, le gritó que se fuera, que no son horas para rendirle culto a Dios;
sólo escuchó, de aquel hombre: ¡Por favor! ¡Piedad! ¡Necesito protegerme de esa
cosa! ¡Dios, Padre Mío, ayúdame!
Don Mauricio no supo qué sentir,
primero se inundó de la sensación terrorífica de un robo, se horrorizó al ver a
ese hombre clamando por entrar en la Iglesia y después sintió su vista
desvanecerse ante el golpe de algo por detrás, destrozando su garganta y
sintiendo como su voz se diluía entre saliva, sangre y esas breves lágrimas;
sus fuerzas lo abandonaron, la lámpara cayó apuntando su haz de luz a ese
hombre encogido rezando en pánico el "Padre Nuestro" al pie de
esa puerta con los grabados de Nuestra Señora de la Salvación. El cuerpo del sacristán
se desplomó al piso, aquello avanzó sacudiendo esa cola larga, como aguja,
limpiándola al aire, caminando suave, sin tiempo, observando a su presa
sucumbir ante el terror; ese hombre siguió rezando entre tartamudeos y
trémolos, arrancándose el cabello con sus manos ante la desesperación, orinando
sus pantalones, llorando; ese hombre exigió un milagro, pedía a Dios su
salvación. En eso, las puertas de madera cedieron, algo dejó caer el candado
por la parte interna, las puertas tronaron al abrirse y ese hombre accedió a
gatas, trompicándose, sus últimas fuerzas fueron para entrar a la iglesia,
llegar al reciente de agua bendita para beberla, persignarse toda la cara y
todo el cuerpo, sonriendo, gritando de alegría, agradeciendo a Dios por haberlo
salvado, gritando la palabra “milagro” y varias veces la palabra “gracias, gracias, gracias”. Aquello, observó desde el umbral de esa puerta el
interior de la iglesia, tomó la
garganta de ese hombre en un movimiento tan rápido al
desplazarse esos metros, la puerta a la primera columna de granito, a tal
velocidad que descarnó parte del pecho de ese hombre, con la otra mano tomó el
recipiente de agua bendita, lo derramó en el rostro aterrorizado de quien hace
unos instantes estaba regocijado en júbilo; dejó caer el recipiente de metal,
el sonido inundó todo el espacio y el haz de luz de la lámpara jugaba a
reflejarse de manera macabra; en ese breve silencio, cuando la respiración de
ese hombre se estaba extinguiendo, aquello, le dijo, en esa extraña comunión de
sonidos emergiendo de lo que parecía una garganta, hilando una lengua conocida,
le dijo mientras esa lengua acariciaba esos lúgubres colmillos: "Yo
también soy hijo de Él, también es mi Padre".
Luis Antonio González Silva(@cuervocaos)
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